jueves, 19 de junio de 2014

DEL PALACIO DEL DUQUE DE LA ROCA AL "PALACIO DE LAS ESCUELAS PÚBLICAS MUNICIPALES", JOSÉ LUIS DE LA BARRERA ANTÓN

Con la autorizacion del autor y del editor, transcribimos este artículo de José Luis de la Barrera Antón contenido en la reciente publicación editada por el Colegio Público Trajano con motivo de su 150 Aniversario.


En la "Historia de la Ciudad de Mérida", su autor, el cronista don Bernabé Moreno de Vargas, dedica buena parte de su Libro a entonar verdaderos cantos de alabanza sobre la ciudad que le viera nacer. En los que toca a sus coetáneos dejo escrito este expresivao parecer: "Sus naturales son valientes, y de mucha presunción, y por esto altivos y holgaçanes. Tiene muchos Cavalleros, e Hijosdalgo que son afables y corteses con todo género de gentes". Moreno, que tanto sabía de coyundas linajudas, que habia publicado unos interesantísimos "Discursos a la Nobleza de España", fuente primordial de conocimiento sobre la heráldica y el nobiliario hispano, y preparaba, entonces, otro volumen - nunca publicado - sobre la nobleza de Mérida, pretendía de este modo dar lustre a su patria chica. Con idéntico propísito lo volverá a hacer, a modo de corolario de su espléndido y nunca bien ponderado libro, reseñando todos aquellos varones insignes en armas, letras o religión. Pero lo cierto y verdad es que en el siglo en el que escribe, cuando el ocaso de nuestro Siglo de Oro no es que se adivinara, es que ya se cernía sobre el inmediato horizonte y los sueños imperiales desvanecíanse como por ensalmo, muy pocas eran las familias de postín que podían, con justeza alardear de rancio abolengo y vil metal. Una de éstas era, a no dudar, la de los Vera.

En efecto, desde que en la Edad Media y el Renacimiento, merced a gestas de armas y servicios a la Corona, se fuera tejiendo una tupida maraña de ramas que daán como resultado un frondos árbol genaealógico familiar, el solar emeritense fue, de siempre, cuna, escabel y trampolín de los más conspicuos miembros del linaje de Vera y sus alianzas: Zúñiga, Tovar o Figueroa, entre otras, flor y nata de la aristocracia hispana.


Ahora bien, si hay algo que define a la nobleza del Antiguo Régimen es su desmedido afán por deslumbrar. Para lograrlo, para epatar lo máximo posible, los notables emeritenses, siguiendo el patrón universal en este tipo de comportamientos, hicieron levantar palacios que, por sí solos, hablaron de la grandeza de sus moradores. Y como si de viejas casacas se tratara, cual escarapelas y condecoraciones hicieron colgar de sus fachadas alambicados blasones, cuyos tiembres, cuarteles y escusones no eran sino auténticos signos parlantes sobre lazos de sangre entre familias de alcurnia.

Colindante con la Plaza, es decir, con el centro neurálgico de la ciudad, donde la vida bullía entre pregones cotidianos, mercados semanales, celebraciones cívico-religiosas estacionales y un sinfín de actividades laborales y festivas, hizo la familiar Vera erigir su imponente morada, recia y austera como una fortaleza del Medioevo si bien con ribetes palaciegos, con adornos propios del estilo plateresco, anuncio de nuevos tiemmpos. Para su construcción, los alarifes se sirvieron de expolios de edificiaciones antiguas, que en Mérida tanto han menudeado a lo largo de su historia: sillares bien escuadrados procedentes de construcciones arruinadas, pertenecientes a épocas pretéritas - romana y visigoda, sobre todo - que habían perdido la carta de naturaleza para la que fueron creados pero que hablaban, bien a las claras, de tiempos de grandeza y esplendor. Aunque nada comparable a aquellos vestigios marmóreos que un día decoraron suntuosos edificios romanos del Foro o áreas de necrópolis, palacios o iglesias visigodas, elementos arquitectónicos primorosamente labrados, con una exquisitez propia de artistas en el más estricto sentido del término. 


Y para aquella familia Vera, que, en un prurito de obsesivos y desmedidos sueños de enfermiza grandeza, había querido hacerse descender, ahí es nada, del emperador del siglo II d.C. Lucio Vero, los "letreros antiguos" -vulgo inscripciones-, los clípeos o medallones mitológicos, los capiteles corintios, las pilastras visigodas y las esculturas venían a ser, no un testimonio de un pasado glorioso que era menester salvaguardar para poderlo transmitir, sino un signo más de distinción, a sumar a los ya existentes, que era necesario cultivar.

A don Fernando de Vera y Vargas, Señor de Don Tello y Sierrabrava se debe que el palacio se convirtiera en una amena floresta de fragmentos antiguos, que dispuso en el patio, algo que sabemos por el Sr. Forner y Segarra, galeno, historiador y padre del famoso polemista y escritor, gloria de las letras hispanas, Juan Pablo Forner. Mientras tanto, no en la fachada donde la entrada principal, que miraba a la actual calle de Santa Julia, sino en la meridional a la antigua calle del Pósito, se embutieron en la fábrica algunas de las más significativas "piedras" que, según el parecer de Moreno de Vargas, "habían juntado" en el decurso de los años.

La suma de restos de varias épocas en que acabó convirtiéndose el palacio habrá de quedar en la retina de cuantos alcen la vista para contemplarlos. Ante tamañan mixtura, así le ocurrirá a finales del siglo XIX a los hermanos Giner de los Ríos: "Inmediata a la plaza, cuyo conjunto es por extremo característico y agradable, se halla otra casa sumamente curiosa. Nos referimos a la del Duque de la Roca, próxima asimismo al Arco de Trajano. Preciosos capiteles romanos embutidos en la pared a guisa de adornos, recuerdos bizantinos; aljímeces moriscos, cuya labor de frágil barro dura hace ocho o nueve centurias, fragmentos románicos, ventanas platerescas al lado de otras churrigurescas, todo ello tallado en una mole en la que el ladrillo alterna con los enormes sillares de granito arrancados a las construcciones del Imperio, y a la cual da entrada una puerta gótico-florida, componen un cuadro extraño y difícil de olvidar".

De este modo, tal vez, si el tiempo inclemente no se hubiera encargado de acelar su ruina, lo hubieramos podido también admirar nosotros. Pero los intereses de la política ciudadana  finisecular, envuelta en una vorágine de reformas y ornato urbanístico, no entendían de vetustos ideales románticos que hablaban de palacios que habian visto nacer entre sus muros a lo más granado de la aristocracia, caso de los Condes -luego Duques- de la Roca, por los que sería nombrado y renombrado el palacio: don Juan Antonio, amigo personal del poderosísimo Conde-Duque de Olivares, embajador, literato alabado por el mismísimo Lope de Vega; o don Vicente María, Capitán General de los Reales Ejercitos y Director de la Real Academia de la Historia.

En efecto, en el último cuarto del siglo XIX la fisonomía urbana de Mérida experimentará un sustancial cambio, amparado en un espectacular aumento de la población, como consecuencia de la llegada del ferrocarril y la implantación de distintos complejos fabriles. Este aporte humano y de capital, en parte extranjero, se traducirá en una profunda remodelación urbanística que afectará a las principales zonas de la ciudad, tanto del centro como de la periferia. Así, la gran reforma de la Plaza, con nuevo solado, recinto perimetral e instalación de una monumental fuente de mármol traída desde Portugal; la remodelación del paseo del Arrabal y del llamado "obelisco", erigido en construcción de un mercado de abastos, donde otrora el ex convento de San Francisco; la adecuación de la antigua canalización romana de San Lázaro para aprovechar los recursos hídricos con que abastecer la población y, en lo que nos atañe, la edificación de unas escuelas públicas de las que tan necesitada estaba Mérida.


Todo ese esfuerzo titánico fue posible gracias al empeño de un escogido grupo de prohombres, entre los que brillará con luz propia don Pedro María Plano y García, presente en la génesis y ejecución de cada uno de los proyectos referidos. La gran preocupación de Plano fuela de emprender cuantas más acciones regeneracionistas fuera posible para fomentar los "intereses morales y materiales" de Mérida y hacer frente a esa "política de bajo vuelo" que carcomía los espíritus y asfixiaba la economía.

Sin una clara y definida utilidad, pues en los últimos tiempos había servido como almacén de granos, el venerable palacio que había acogido, incluso, a los monarcas e infantes en sus visitas a la ciudad, muy pronto  estuvo en el punto de mira de la Corporación municipal. Según palabras del propio Plano, aquello no era más que "un caserón mal trazado y medio arruinado (que) no presentaba al exterior belleza alguna arquitectónica que mereciera la pena conservarse y en el interior no se hallaba ni un solo rasgo de magnificiencia y arte: muros de tres metros de espesor rellenos de tierra, habitaciones raquiticas y pobres sin un mal artesonado, y sus fachadas formaban callejas inmundas y tortuosas en el centro de la población". La suerte estaba echada.

En el año de 1885, el entonces alcalde don José Becerra se dirigió por escrito a don Santiago del Alcázar y Merlo, a la sazón Duque de la Roca, para posibilitar la compra del inmueble, llevada finalmente a cabo previo desembolso de cuarenta y cinco mil pesetas "en moneda corriente de oro y plata". Con el derribo, las piezas arqueológicas y algunos restos arquitectónicos del palacio pasaron a dependencias municipales y hoy son orgullo del Museo Nacional de Arte Romano. El resto es conocido: el palacio cayó bajo la inmisericorde piqueta y en su solar de 3.000 metros cuadrados se levantaron unas bellas escuelas, catalogadas por el propio Plano en sus "Ampliaciones a la Historia de Mérida", de 1894, como "Palacio de las Escuelas Públicas Municipales" cuyas efemérides celebramos.

Tal vez, como se decía en un artículo anónimo en la Revista de Ferias del año 1950, Dios haya perdonado a quienes, pisando el lindero de la heterodoxia, perdieron el respeto a aquella honorable ruina. Ahora bien, de lo que estamos plenamente convencidos es de que todo el esfuerzo desarrollado por cuantos a lo largo de generaciones han pasado por las aulas (docentes, discentes y personal subalterno), ha merecido la pena, porque, como se dice en una conocida locución virgiliana: "el trabajo ímprobo todo lo puede". Y Mérida lo sabe, se congratula y lo aplaude. En armonía con esto, declaren también a los cuatro vientos estas líneas nuestras nuestro particular homenaje a quienes ha hecho de la tarea de enseñar y educar, la más hermosa de cuantas pueden existir, el eje y motor de sus quehaceres y desvelos diarios.

José Luis de la Barrera Antón.
Académico C. de la Real de la Historia





No hay comentarios:

Publicar un comentario